Bienvenida, bienvenido a esta entrada.
Hoy está especialmente dedicada a una persona, que a pesar de tantas pérdidas, unas que me parece que pocas personas podrían soportar, ha salido adelante, siempre con una sonrisa, siempre con fe, con amor, dispuesta a seguir ayudando, a pesar de sus propias penas, que ya son varias. No quiero escribir tu nombre, pero sabes que las quiero mucho.
El texto me lo motivaron tres cosas. La primera, es enterarme de lo que le pasó a mi amiga, a quien me refiero en el párrafo anterior. La segunda, una sesión muy intensa con el Lic. César Alejandro, dentro del Seminario Sentido de Vida e Identidad. La tercera, es el aniversario luctuoso de mi papá. Por supuesto que todo esto me llegó, y mucho. Leamos pues.
Hoy se tocó un tema, de esos especiales, de esos de los que casi nadie quiere hablar, por lo menos yo no, pero es inevitable. Es un asunto que nos provoca muchas reacciones, no siempre edificantes.
¡Quiero morirme! Escuchamos ese grito con voz quebrada. ¡Quiero morirme! Y levantas los ojos con rabia, con dolor por la promesa que aparentemente no se cumplió, porque no se pudo cambiar contigo, porque parece que de nada sirvió tanto esfuerzo.
Y, ¿cuántas veces no morimos en un día?, ¿de cuántas y tan diferentes maneras?, a veces envueltos en un silencio abrumador, y otras, en medio del ruido ensordecedor de la vida…
Con tanto dolor…, con tanta pena…
No obstante todo esto, hay un promesa que, crean o no, y yo les pido que crean, porque es una promesa muy rica en símbolos, en significados. Porque es una promesa anterior a la vida y a la muerte.
Es la esperanza que se objetiva en luz, en calor; y es que siempre, siempre, esa promesa se cumple, porque siempre, a pesar de que la preceda la noche más negra, siempre sale el sol; y esa luz, representa a la otra luz, a la eterna, a la infinita, a la verdadera.
Abrazo con mucho cariño a todos.
Dr. Juan Bosco Ruiz Padilla